En nuestros
días, mientras por desgracia se constata la multiplicación de las separaciones
y de los divorcios, la fidelidad de los cónyuges se ha convertido por sí misma
en un testimonio significativo del amor de Cristo, que permite vivir el
matrimonio por lo que es, es decir, la unión de un hombre y de una mujer que,
con la gracia de Cristo, se aman, y se ayudan durante toda la vida, en la
alegría y en el dolor, en la salud y en la enfermedad. La primera educación
en la fe consiste precisamente en el testimonio de esta fidelidad al pacto
conyugal; de ella los hijos aprenden sin palabras que Dios es amor fiel,
paciente, respetuoso y generoso. La fe en el Dios que es Amor se
transmite ante todo con el testimonio de fidelidad al amor conyugal, que se
traduce naturalmente en amor a los hijos, fruto de esta unión. Pero esta fidelidad no
es posible sin la gracia de Dios, sin el apoyo de la fe y del Espíritu Santo.
Por eso la Virgen María
no cesa de interceder ante su Hijo, para que —como en las bodas de Caná—
renueve continuamente a los cónyuges el don del «vino bueno», es decir, de su
Gracia, que permite vivir en «una sola carne» en las distintas edades y
situaciones de la vida.
Benedicto XVI
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